De las manos de papá, que era el gran mago, salían pequeñas oscuridades encendidas ( Ven a verlas, Valerio, ven a verlas en mi recuerdo que es el tuyo, donde el mago es tu padre y todo sucede en otra parte, siempre ocho años antes), volaban hacia lo alto y se abrían en surtidores de chispas, en flores titilantes, en cascadas de pedrería. Había cabelleras, colas de pavo real, madejas y penachos, crestas de garzas, trenzas retorcidas como columnas salomónicas. Las luminarias corrían exhalando el aliento y luego se apagaban con un suspiro o con un jadeo silencioso sin alcanzar a los globos que huían, que se iban muy lejos, con una luz adentro: "Lleva mi mensaje. Llévalo. ¿A quién? Guárdalo para después, y que diga "Te amo". No te apagues nunca" (¿No lo pedías tú también, cuando yo aún no estaba y tu padre creaba las luminarias de otro cielo para tí?)
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Aplausos, gritos de asombro, exclamaciones de entusiasmo acompañaban cada fuga luminosa, cada chisporroteo. Parecíamos uno de esos grupos que en los viejos grabados presencian en el cielo la aparición de algún fenómeno increíble. Este también lo era. Lo celebraban hasta las ranas y los grillos.
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(...)
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- Te mandé un mensaje en globo - me susurró mientras tanto Miguel.
- A lo mejor yo también - respondí de manera casi inaudible.
- A lo mejor fue en el mismo globo. ¿Para cuándo era el mensaje?
- No lo sé. ¿Y el tuyo?
- Para ahora. Para siempre - dijo mirando hacia adelante.
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Me callé. Tal vez debí haber dicho: "El mío era para mucho después. Para cuando seas otro y otro, hasta el final. Cuando seas todos, aunque te vayas primero".

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