Carta a mí misma

Querida: Escribo como se mira una ciudad monumental. A la espera de algo rojo y denso como una telaraña. También la verdad es un puente desde la luz a lo oscuro, desde lo lleno al vacío, derrotas cada vez más complejas, como heridas sobre heridas, como si la vida fuera alcanzando la muerte. Tengo miedo. ¿Pero qué sabe de eso tu tristeza? ¿Qué sabe tu cuerpo de los héroes que huyen? ¿De la impostura del coraje? Escribir es un riesgo. Se parte, sin entender por qué. O más bien, en su vagar inmóvil, de cautiverio en cautiverio, extraviado en el rostro oscilante de la noche, el viajero busca signos, como quien busca su figura en la figura de la ausencia, sin reconocer su propio hogar, esa oscura y enorme y quieta cueva erigida al fondo de sí mismo, que nunca se ha movido. Ah, cuánto orgullo todavía en lo que escribo. Cuánto apuro, sin buscar lo inmutable, sin saber que sólo aprende aquello que se extingue. Yo, la mendiga de toda travesía. La pasajera constante de la jaula del tiempo. La cazadora de mi alma más vieja, del sentimiento más frágil, el más fértil. Yo que destejo la agotada memoria, acuciada por el don de la pregunta incesante, la incesante nostalgia de la trama invisible. ¿Qué se puede esperar de la ciudad cursiva? La enseñan en el arrabal los astrólogos. La ejercen los que buscan la tumba de tu sombra donde amar es más fácil. Los que añoran como yo tu silencio, esos caballos blancos que galopan en tus sueños de noche, como si nos pertenecieran...
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