No creas que no recuerdo con simpatía ciertas torpezas, que no siento algo próximo a la ternura al revivir las salidas desesperadas en coche, el deambular por parques y bosques, playas y ríos, las incomodidades que tocaran en suerte. Había cierto encanto en aquella manera de necesitarse, en esa urgencia por buscar algún secreto en nuestros cuerpos. Lo malo es que, una vez descubiertos, los secretos son cadáveres. Al principio del amor no es posible admitir la idea de arrastrarse. Los dos se dicen con los ojos encendidos: ahora somos felices; y si en algún tiempo próximo o lejano las cosas ya no fueran tan hermosas, entonces nos separaríamos sin sufrimientos inútiles. Y, antes de besarse, se prometen un amor sincero mientras dure. Un amor perfecto, precisamente porque no aspira a ser eterno. (Claro que existen todavía quienes se juran eternidades. Pero ésos tienen que esperar muy poco para desengañarse.) Lo terrible, entonces, sucede con los otros, con los que sí conocen la fugacidad de la pasión y por lo tanto se suponen a salvo. Cuando deje de ser tan hermoso, cuando tus ojos ya no enciendan los míos, cuando tu boca no me llame a la locura, entonces... Y pronto la pasión va tejiendo sutiles telarañas, al principio invisibles, en el techo. Ambos siguen alimentando el mismo fuego y todavía no lo advierten. En cuanto tus olores no me embriaguen, en cuanto tu voz suave por teléfono... Pequeñas provisiones para las arañas. Y llega, por fin, ese día que los amantes habían imaginado sin temerlo realmente, y ambos se contemplan y el silencio es difícil, y en los ojos no hay nada, y el deseo se ha ahogado. ¿Se alejan con cautela? Imposible: las telarañas han bloqueado la salida. Empiezan los maquillajes, las revisiones. Bueno, sí, hemos declinado; pero ¿cómo pretender que la pasión se mantenga intacta? ¿Acaso no son aún más importantes la confianza mutua, los aprendizajes, los recuerdos compartidos? Y es así como comienzan no sólo a acostumbrarse - acostumbrarse puede ser hermoso - sino, sobre todo, a no esperar demasiado de ellos mismos. Sorprenderse deja de ser el lema, y los días echan a correr. El cepo ha actuado. Al principio del amor nadie está dispuesto a arrastrarse; al final del amor, siempre estamos dispuestos a arrastrarnos un poco más. Tampoco cabe la urbanidad cuando se trata de alejarse: es siempre una batalla. El problema es que a veces los amantes ni siquiera desertan de una misma batalla. ¿Pero cuál fue la mía? No lo sé, no lo sé.

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