¿Viste cómo llueve? Llovió así toda la noche

y a cada cierto tiempo yo te hablaba, estuvieras donde estuvieras,

aunque fuera en el extremo más inalcanzable

de la tierra. Cuando llueve así, toda la noche, te decía

pareciera que el mundo fuera a desprenderse de su eje,

pero la sorpresa más inmensa es que el vendaval termina

y todo permanece como estaba, apenas un poco de desorden

que lentamente se transforma en armonía.

Desde niños, vivimos sobreviviendo a catástrofes como esa,

a los efectos de lo que tendría que haber pasado y no pasó:

que la casa se inunde y nuestras cosas se pierdan

arrastradas por la marea sucia, entre piedras y palos

y restos de animales, un desperdicio más lo que hasta entonces

ha sido nuestra historia, los objetos

que confirman que somos seres físicos y no un soplo

desde afuera de esa vida brutal de la materia

que no se detiene jamás para incluirnos. ¿Soñaste alguna vez,

cuando llega la violencia del aguacero,

con que el río se salga de su cauce para siempre y nos empuje,

soñaste con la noche en que el rayo finalmente nos alcance

descalzos bajo la luz, como esperando saber algo

que sólo el impacto de una fuerza sobre el cuerpo

podría revelarnos? Pero el rayo no cae, no cayó

y al día siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar.

Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde,

una noche, de que nos fuera concedida una verdad

extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta

de que somos los mismos y no sabemos nada

que no supiéramos ya.

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