Entonces concebí la empresa increíble. Fue, acaso, un movimiento de terror venerable, o tal vez la vez la fecundidad de mi pena, o quizá el grito de la nunca enmudecida esperanza lo que me llevo a realizar con la mujer de Saavedra el difícil trabajo de encantamiento, la extraña obra de alquimia y de transmutación. Eso fue, sin duda: el deseo heroico de poner un dique a lo ineluctable y de salvar por el espíritu lo que por la materia corría ya sin freno hacia la muerte. Y esta fue la extraordinaria labor de prudencia que inicio mi cuidado en aquellos días: viendo yo lo mucho que arriesgaba su hermosura al resplandecer en un barro mortal, fui extrayendo de aquella mujer todas las líneas perdurables, todos los volúmenes y colores, toda la gracia de su forma; y con los mismos elementos (bien que salvados ya de la materia) volví a reconstruir en mi alma según peso, numero y medida; y la forje de modo tal que se viera, en adelante, libre de toda contingencia y enmancipada de todo llanto. Recuerdo que por aquel entonces describí yo necesariamente en un poema oscuro los detalles de tan asombrosa operación, y que mis amigos, no dando en su verdadero alcance tejieron las mas diversas conjeturas. Espero que si algún día estos renglones caen debajo de sus ojos, recuerden mis amigos el poema, den al fin con su oscuras significación, y se digan que no en vano, al describir la fase del ultimo encantamiento, llamaba yo a la mujer asi transmutada: “Niña – que- ya –no- puede- suceder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario